No te la cree nadie

Hace mil años me pasó algo increíble.
En realidad fue hace menos de mil: era el año 1035. En realidad tampoco contábamos así, o sea que no sabíamos qué año era. Para nosotros era el séptimo ciclo de buena cosecha, después de 24 vueltas de malaria.
Fue increíble. Iba por el costado del camino que pasaba por nuestra tierra y por la de los negros. Había llovido y el camino solía juntar agua. Yo prefería rasparme los tobillos con el yuyal y esquivar alimañas antes que meter las patas en el barro. Salté dos árboles chicos caídos por la tormenta y acomodados sobre el costado, pero había un tercero más grande que no podía saltar; para rodearlo debía subir al barro o bajar por el pajonal hacia el arroyo seco (ahora mojado por la lluvia), difícil de transitar por las piedras, ya seco desde mucho antes que mi familia llegue ahí.
Bajé y avancé despacio. Oscurecía. Aunque todavía estaba lejos de casa cerré los ojos para intentar guiarme por el olor de la comida. Apenas los abrí tenía frente a mí un ser monstruoso. Soy el hijo del hijo del sol, dijo tembloroso, y éste es el único espacio de la luz que puedo habitar. No te asustes, no tengo fuerzas para matar a nadie.
Pensé unos segundos, me agaché despacio sin perderlo de vista, tanteé el piso y agarré la piedra más grande que encontré, apreté la panza y con el mayor impulso que pude darle a mis piernas salté y, estirándome, le clavé la piedra en la garganta.
El hijo del hijo del sol, ahora muerto ante mí, se parecía demasiado a uno de los negros que nos robaban la leña.
Volví a la mañana siguiente al lugar pero no había cuerpo, ni marcas, ni sangre, ni nada. Increíble.