Apocalipsis de sopetón

Estábamos O., G., N., yo y quizás alguien más en el comedor de nuestra antigua casa. Era de tarde. Yo tenía un solo cuerpo pero dos puntos de vista: uno desde el comedor y otro desde la escalera, y desde ahí, si movía un poco la cabeza y ladeaba el torso hacia la derecha, podía ver el cielo.
De repente escuchamos un silbido a lo lejos, luego un silencio y una explosión; la casa tembló, vibraron las ventanas, tembló mi visión como si fuese una cámara sacudida por el camarógrafo. Creo que en ese momento me di cuenta que empezaba a atardecer o yo hice que atardeciera. Nos miramos y compartimos impresiones de desconcierto absoluto, lo que hacía que el miedo no estuviese tan claro como sensación. Me incliné a la derecha (ahora sólo tenía el punto de vista de la escalera) y miré el cielo y lo vi nublado con nubes muy muy altas que quizás se mezclaban con humo; los grises eran muchos y muy intensos al igual que el resto de los colores de las paredes, los árboles de palta, edificios. Todo entre gris y naranja. Enseguida vi luces, al menos una azul y una naranja que eran aviones o misiles, no lo sé. Ahí, no sé cómo, yo estaba en el patiecito y cuando vi las luces y supe que se iban a repetir las explosiones, entré. Me senté otra vez en la escalera. Se escuchó otro silbido mucho más cercano seguido por un silencio mucho más hueco y una explosión terrible voló las ventanas y el temblor y la sensación de la cámara sacudida fue mucho más fuerte y el ruido también, todo se cayó al piso, caían pedazos de pintura y el espacio se llenó con una nube de polvo y ese zumbido que vuelve mudo al mundo, como en las películas de guerra. Era una guerra o algo así, pero nadie nos había avisado, no lo había leído en los diarios, me pensé mirando noticias en la computadora y no había leído nada que diera indicios de un ataque de ese tipo. Quedaban segundos para una nueva explosión, esta vez sobre nosotros, pensé. Entonces pensé en mis papás, que estaban en Bahía Blanca, y me preguntaba si allí también ocurría la invasión o sólo era en Buenos Aires, y me pregunté si ahora ellos estarían frente al televisor mirando las noticias. Pensé en que nunca más los volvería a ver, y tampoco a E. Ya tenía el celular en la mano izquierda y lo miré y pensé en llamarla y decirle que bueno, que no entendía nada, pero parecía que no la iba a ver más, y que la quiero, te quiero, pensé, pero no sé si la llamé y la línea no funcionaba, o si decidí que era inútil y no llamé.
Escuché a O. casi encima de mí (o mío?), en la escalera, venía de arriba. Al mismo tiempo que escuchaba un maullido fuerte en mi pieza, O. me dice que ahí estaba encerrada la michi. Su voz y su cara lo mostraban al borde de la desesperación. Pero la michi murió hace ocho años, pensé. Ahí recién sentí que todo era inexplicable y el espacio vibraba de la tensión. O. abrió la puerta y me dio la gata, la puse en la escalera y ella miraba la ventana y le dije varias veces, andá, andate de acá, andá, mientras salía corriendo en estado de alerta. Que busque la mejor manera de cuidarse, pensé. Quise saber si era mejor quedarse en la casa o salir; se me ocurrió que el pasillo de entrada al edificio era un lugar seguro contra las explosiones, pero después me pareció que no. Si salíamos, ¿dónde ir? Ninguno sabía. Pensé que la ciudad ya estaría colapsada entre embotellamientos, humo, sirenas, gritos.

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